A man is having a look at a box full of records in an antique shop in Munich.

Objetos de culto en el mercadillo

La búsqueda del tesoro de Munich

Hemos enviado a nuestro autor a un mercadillo a buscar una serie de objetos de culto de Múnich. ¿Habrá tenido suerte? ¿Y qué nos cuenta cada objeto sobre la historia cultural de la ciudad?

Antes que nada, debo confesar algo. Nunca había estado en un mercadillo. Siempre creí que eran lugares donde los ancianos vendían mantas de ganchillo y animales disecados, y no necesito nada de eso. Por eso, me sorprendí un poco al leer la lista de la compra con la que me enviaron: todos eran objetos típicos de Múnich.

1. Un disco de vinilo de la banda Spider Murphy Gang.

2. Un traje de lino blanco como los del director de culto muniqués Helmut Dietl.

3. Una jarra de cerveza de la cervecería Hofbräuhaus.

Es más fácil conseguir que mi hámster aprenda break dance que encontrar estos objetos en un mercadillo, pensé. A mi novia también le hizo gracia, pero por otra razón.

“Qué poco te conocen”.

“¿Por qué?”.

“Porque tú nunca traes lo que te pongo en la lista de la compra”.

“Ya veremos”, contesté yo, y me puse en camino.

El mercadillo de Daglfing es uno de los más conocidos de Múnich. Se celebra los viernes de 8:00 a 15:00 y los sábados de 6:00 a 16:00. Son la nueve de la mañana y voy en el tren S8, que circula en dirección al aeropuerto. Veo a muchos viajeros con bolsas y mochilas que también se dirigen al mercadillo. O al Caribe, y por eso van al aeropuerto. Es difícil de decir. En todo caso, cuando llegamos a la parada München-Daglfing, el tren escupe una marea de gente que se dirige, junto a mí, hacia el terreno del hipódromo, donde tiene lugar el mercadillo.

Los vendedores ya han montado sus mesas de caballetes y han colocado en ellas las mercancías. Veo vajilla antigua, libros y una gran cantidad de maquinillas de afeitar eléctricas. Entremedias, algunos objetos que no veía desde hace veinte años. Una Gameboy, por ejemplo. Una extraña sensación de calidez y despreocupación me invade cuando sostengo el juguete en mi mano. De pronto, me vuelven imágenes de la infancia.

Empieza a gustarme la visita al mercadillo, aunque no todo lo que se encuentre sea precisamente bonito, como una pintura al óleo de una culturista, por ejemplo, o una figura rosa de porcelana de un cerdo con gafas sentado sobre la cabeza de un elefante. Descubro hasta una vieja rueca. No creo que nunca me siente en el salón de mi casa y piense que le hace falta una rueca.

Pero en una época en la que hay cada vez menos tiendas de barrio y cada vez más cadenas de grandes almacenes que intentan satisfacer a una gran cantidad de consumidores, los mercadillos son auténticos oasis. En ellos, todavía pueden encontrarse piezas únicas con las que distanciarse de los productos de IKEA.

Pero en una época en la que hay cada vez menos tiendas de barrio y cada vez más cadenas de grandes almacenes que intentan satisfacer a una gran cantidad de consumidores, los mercadillos son auténticos oasis. En ellos, todavía pueden encontrarse piezas únicas con las que distanciarse de los productos de IKEA. Eso me gusta, aunque todavía no haya encontrado nada para mí. Pero entonces, en la mesa del extravagante animal de porcelana, veo una auténtica jarra de dos litros de la Hofbräuhaus. ¡Bingo!

Una nota amarilla sobre el vidrio indica que el vendedor pide 2 euros por ella. Durante el trayecto en tren he leído un artículo sobre el regateo en los mercadillos. La regla más importante es esta: no dejes nunca que se note tu entusiasmo. Primero hay que centrarse en cualquier otro objeto, y después, como por casualidad, preguntar por el artículo deseado. Así que agarro el cerdo rosa de porcelana y exclamo: “¡Guau! ¡Qué cerdo de porcelana más bonito!”. Parezco un vendedor americano de teletienda. “Nunca había visto un cerdito de porcelana tan encantador”.

Mi novia me tiraría por el balcón si me presentara en casa con un bicho tan feo. Entretanto, empiezo a pensar que todos los visitantes del mercadillo deben estar tomándome por un loco.

“¿Cuánto cuesta esta pieza?”, pregunto al vendedor.

“8 euros”.

“Ajá”, respondo y observo de nuevo la figura. “¿Y la jarra de cerveza?”, pregunto, bostezando ligeramente. Y, señoras y señores, el Óscar a la mejor interpretación de la jarra de cerveza no me interesa nada es para: Maximilian Reich.

“2 euros”, responde el vendedor, sin sorprenderse especialmente por mi repentino cambio de tema. Por lo visto ya se sabe el truco.

“1,50 euros”, repondo yo. Soy un tipo duro.

“Dos euros y le doy una bolsa para llevársela”.

“Genial”, disparo sin pensar.

¿Acabo de decir “genial” y pagado 50 céntimos por una bolsa de plástico? A lo mejor no soy tan duro. Es igual. Sostengo orgulloso mi nueva jarra de cerveza y observo el logotipo de la Hofbräuhaus. La verdad es que la cerveza no me gusta. Sin embargo, tendrá un puesto de honor en el armario de mi cocina, porque me gusta lo que representa. Por mi profesión de periodista he viajado por todo el mundo. He comido perritos calientes en Times Square y bailado tango en Buenos Aires. Pero he visto muy pocas ciudades en las que la tradición y la modernidad se mezclen tan armoniosamente como en Múnich.

“¡Guau! ¡Qué cerdo de porcelana más bonito!”. Parezco un vendedor americano de teletienda. “Nunca había visto un cerdito de porcelana tan encantador”.

Aquí, un director de banco va a una taberna como la Hofbräuhaus después del trabajo y los niños se enfundan sus pantalones de cuero al salir de la escuela para ir a una fiesta popular. Cuando estoy en el extranjero, todo el mundo conoce Múnich, lo que considero un honor. Y eso se lo debemos, en parte, a la Hofbräuhaus, porque también es el símbolo de la cerveza bávara, una de las mejores del mundo.

A mi lado, una señora mayor saca vestidos de una caja de cartón y los cuelga en una percha. ¿Encontraré aquí el traje de lino? Helmut Dietl los usaba mucho. El director de culto, creador de Monaco Franze, logró hacer de esta serie un símbolo de Múnich que ha sobrepasado las fronteras de la ciudad. Las máximas del “ewiger Stenz” (‘eterno galán’) se han convertido en clásicos. “A bisserl was geht immer” (‘Algo siempre es posible’), es ya, desde hace tiempo, una frase hecha entre muniqueses. Nadie hasta entonces había logrado dibujar tan bien a la gente bien de Múnich como lo hizo Dietl en los años 80 con Kir Royal.

La señora se percata de mi curiosidad. “Tienen que ser de su talla. ¿Desea probárselas?”. Me ofrece unas botas de montaña que declino cortésmente. “Pero puede que necesite un traje de lino”, le digo. Se lleva las manos al pecho. “¡Qué mala suerte! Tengo uno en casa. Pensé traerlo pero, al final, no cabía en la caja. Lo siento mucho”. La mujer me mira como si hubiera atropellado a mi perro. “¿Puedo ayudarle con alguna otra cosa?”.

Saco la lista del bolsillo del pantalón y se la leo. Ella asiente pensativa y añade: “No tengo nada de eso. Pero mire allí, en ese edificio”. Señala un pabellón en el que los vendedores han alquilado puestos donde venden principalmente cosas antiguas. Allí encuentro, sobre una silla, una caja de cartón con discos de vinilo antiguos. “¿Tiene alguno de Spider Murphy Gang?” “Tiene que haber uno ahí dentro. Tendrás que buscarlo”, dice el propietario. Así que me arrodillo en el suelo y revuelvo los 500 discos. Me doy cuenta de dos cosas:

1. El vendedor tiene una evidente predilección por Heintje.

2. Rod Stewart solía llevar el mismo peinado que mi tía Ursula.

“Fue su cuarto LP”, me aclara mi acompañante. “Entonces estaban en la cima”, añade, y me felicita por mi compra. Guardo de nuevo en la bolsa la pequeña muestra de historia de la música.

También encuentro, atrás del todo, claro, el disco que buscaba. Satisfecho, saco el disco de la caja. Esta vez prescindo del regateo y pago los dos euros por él. Lo guardo en la bolsa con la jarra y husmeo un poco más por el mercadillo de antigüedades, pero no encuentro ningún otro tesoro. Una pena. Pero, al llegar a casa, no estoy descontento con el resultado. En el tranvíaren contemplo orgulloso mi bolsa. Un hombre de mediana edad que se sienta frente a mí me pregunta en dialecto bávaro: “¿Viene del mercadillo?”.

“Exactamente”, respondo.

“¿Me permite verlo?”, dice señalando el disco.

“Sí, claro”.

Añade: “Ha tenido suerte. Ha conseguido el mejor disco”. “¿Ah, sí?”. Conozco perfectamente a Spider Murphy Gang. Aún hoy, después de 35 años, disfruto escuchando “Skandal im Sperrbezirk”, igual que mi madre. Después de 40 años haciendo música, quizá el mayor logro de la banda de Múnich sea ése: hacer música que guste a todas las generaciones.

Siempre que mi madre la escucha, me cuenta la misma historia. El número de teléfono que se menciona en la canción era el de su tío. Los fans llamaban constantemente hasta que tuvo que cambiarlo. Tuvieron que ser muchas llamadas. A fin de cuentas, la canción les convirtió en número 1 en ventas en Alemania, Austria y Suiza. Pero el LP “Tutti Frutti” no lo había oído hasta ahora.

“Fue su cuarto LP”, me aclara mi acompañante. “Entonces estaban en la cima”, añade, y me felicita por mi compra. Guardo de nuevo en la bolsa la pequeña muestra de historia de la música. Mi novia se sorprenderá. ¿Quién dijo que siempre compro las cosas incorrectas? ¡Ja!

 

 

Texto: Maximilian Reich; Foto: Frank Stolle
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